La historia de un país se escribe con grandes hechos, pero se recuerda por pequeñas acciones, por objetos, por detalles. Del descubrimiento de América nos queda el huevo de Colón; de la conquista de Granada, la camisa de Isabel la Católica (aunque sea falsa); de la rivalidad histórica con el Reino Unido, el peñón de Gibraltar; del motín de Esquilache, las capas y los sombreros de ala ancha. La lista es larga, pero hay uno que forma parte de la memoria colectiva desde hace casi de 40 años: el meyba de Fraga en Palomares.
Para aquellos despistados que no lo sepan, el 17 de enero de 1966 dos B-52 de las fuerzas aéreas estadounidenses chocaron y perdieron cuatro bombas nucleares, que no llegaron a explotar. Tres de ellas cayeron en tierra firme y se recuperaron rápidamente. La cuarta cayó al mar. Tras 80 días de búsqueda lograron recuperarla a cinco millas de la costa y a 869 metros de profundidad.
En seguida empezaron a correr los rumores. Se decía que las aguas de Palomares habían quedado contaminadas por la bomba. Aprovechando la inauguración del parador de Mojácar (a 15 kilómetros de Palomares), el gobierno franquista quiso atajar los rumores sobre la radioactividad y dispuso que Manuel Fraga, por entonces ministro de Información y Turismo, acudiese a la playa de Quitapellejos, en Palomares. Con él se bañaron el embajador de Estados Unidos, Angier Biddle Duke, y del jefe de la región aérea del Estrecho.
Así lo contaba el No-Do en marzo de 1966: