Hubo un tiempo en el que el periodista salía a la calle, cubría los hechos y redactaba noticias y crónicas. Entonces, las empresas periodísticas decidieron que tenían que cubrir mucha más información que la local, por lo que se hicieron necesarias las figuras del corresponsal, el enviado y, sobre todo, la agencia.
En ese momento el periodismo tomó un rumbo un tanto complicado. Por fin se llegaba a todas partes sin salir de la redacción, por fin se podía informar de todo lo que sucedía en el mundo sin necesidad de grandes gastos. A cambio, se renunció a una de las bases de esta profesión: la frescura de la información. Las agencias están obligadas a ser asépticas, por lo que la emoción está ausente de las informaciones replicadas por los medios (y, antes de que nadie diga nada, no, la emoción no está reñida con la veracidad ni con la objetividad).
Como nota diferenciadora, a los medios les quedaban las conferencias de prensa. Allí, el reportero escuchaba al ponente, tomaba sus notas, grababa la comparecencia y hacía preguntas. Poco a poco, también este entorno se fue corrompiendo y se dejaron de hacer preguntas (o las que se hacían eran banales) y se derivó en el periodismo de declaraciones. Sé de un medio británico que hacía preguntas escabrosas y que era mal mirado por los protagonistas y por los compañeros de la prensa.
Como era previsible, llegamos a un momento en el que los protagonistas de las ruedas de prensa decidieron no aceptar preguntas de los periodistas convocados «en la seguridad de que los medios recogerán pese a todo sus palabras», como dice Juan Varela en «Rubalcaba, sin preguntas«.
Poniéndome en plan apocalíptico, diría que de aquí a no informar no hay más que un paso. Y muy corto.
Esta es otra de las razones por las que nunca seré un buen periodista.
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