Es invierno. Hace frío y la niebla tapa todo menos el bosquecillo de álamos que se alza frente a mí: Todos iguales, todos desnudos, todos oscuros.
Se supone que, en algún lugar, hay un sol, pero sólo me llega la luz residual que deja pasar la niebla y que más que alumbrar parece manchar todo lo que toca. El mundo es blanco, negro y de un gris plano que no deja lugar a los matices.
No hay viento, ni pájaros, ni ruidos. Sólo hay un silencio más propio de los sueños que del mundo real. Y creería estar soñando si no fuese por los mordiscos que me dan la humedad y el frío.
Y aquí estoy yo, aterido y mirando un grupo de árboles que parecen estar más muertos que vivos, hipnotizado por ellos y por esta luz de segunda mano.
Me iría si irme cambiase algo. Fuese donde fuese la niebla siempre me acompañaba. Pero al menos aquí era real.