Si debéis culpar a alguien de lo pesado que soy con la tipografía (mi contraria dice que roza la obsesión), que sepáis que hay dos culpables principales: mi padre y mi abuelo materno. Mi padre, por su trabajo en el registro de la propiedad; mi abuelo, por su perfeccionismo y por una anécdota que contaré más abajo.
Voy a explicaros por qué son culpables, a repasar los responsables secundarios y a amnistiarlos a todos.
Índice
Los libros del registro
Cuando yo era pequeño, las escrituras se inscribían en el registro de la propiedad a mano y a pluma (no, no valía bolígrafo), por lo que la caligrafía del escribiente debía ser cuidada. Cuando iba a la oficina de mi padre, en la calle Mayor de Sarria, podía ver cómo él, mi tío y mi abuelo se esmeraban sobre los enormes volúmenes en los que se inscribían fincas, solares, pisos, locales, casas…
De vez en cuando, tenían que echar mano de algunos tomos anteriores a su época. Abrían aquellas tapas recubiertas de cuero y, entre las hojas viejas y amarillentas por el tiempo y la humedad, aparecía una preciosa escritura cursiva que recuerdo como inglesa. Daba gusto ver fluir las letras por las páginas, como si se tratasen de animales o plantas que se mezclaban entre sí.
He de reconocer que aquella forma de escribir me resultaba tan ininteligible como fascinante. Podría haber estado mirándola durante horas, mientras pasaba las páginas con mucho cuidado, siempre temiendo que fuesen a romperse.
Las equis de mi abuelo
Mi abuelo de Ortigueira era especialmente culto, más inteligente que la mayor parte se la gente que conozco, curioso incluso cuando ya era mayor, estricto cuando tenía que serlo y, sin embargo, blando hasta derretirse. Y también era extremadamente perfeccionista. Gracias a ese perfeccionismo y sin saberlo (sin yo darme cuenta hasta ahora) colaboró a aficionarme a la tipografía a raíz de la siguiente anécdota.
No sé cuántos años tendría, pero debía rondar los diez, cuando mi abuelo me vio escribiendo una equis en forma de aspa.
— ¿Qué es eso?
— Una equis.
— Eso no es una equis, es un signo de multiplicar.
Y me hizo rellenar un folio por los dos lados haciendo las equis como tienen que ser, como si fuesen dos ces espalda contra espalda.
Durante mucho tiempo, recordé ese momento como un castigo injusto, pero desde entonces (y aunque sigo haciendo signos de multiplicar en lugar de equis) me gusta observar la forma de las letras, los remates, las inclinaciones, el equilibrio (o no) que hay entre ascendentes, descendentes y altura x… aunque hasta hace relativamente poco no supiese ni cómo se llamaban ni qué significaban.
Los tipos de la matricial
Y entonces, con el paso de los años, hacia 1988, en mi casa entró la primera impresora (una matricial de carro ancho, no recuerdo si Epson o Lexmark). Más allá de la velocidad de impresión, la posibilidad de utilizar folios en A3 o papel continuo, lo que más me llamó la atención era la posibilidad de seleccionar hasta seis tipografías diferentes en la propia impresora.
Incluía Courier, una llamada Broadway (no sé si era la misma que esta o una adaptación), una romana (tipo Times), otra sin remates y dos que simulaban estar escritas a mano (una todo lo historiada que permitía el aparato y otra más de tipo escolar). Recuerdo haber imprimido varias veces el mismo documento (creado en WordStar para DOS) para ver cómo podía variar cambiando únicamente la tipografía.
Me encantaba cómo se combinaban los trazos gruesos y finos de la Broadway, lo bien que se podía cuadrar el texto gracias al monoespaciado de la Courier, la elegancia de la romana y la sans serif y lo juguetón de las handscript. Era joven, tenía debilidades y ningún conocimiento.
Fuentes en el ordenador
Y llegó Windows con su catálogo de fuentes integrado. Comenzó el intercambio de fuentes con amigos, conocidos, compañeros del colegio mayor. Hubo quien reunió tantas fuentes que las tuvo que sacarlas a dos CDs para que su ordenador (creo que un 486) no se ralentizase demasiado.
Era la época de la exuberancia y valía todo. Sabías que nunca ibas a utilizar esa tipografía que sólo tenía mayúsculas y que simulaba estar hecha con troncos, pero daba igual, la guardabas. Y, junto a ella, esa que sólo eran murciélagos, una que parecía hecha a base de balazos, o la que parecía pensada para capitulares de libros medievales. Las tipografías se guardaban como si algún día se fuesen a acabar y hubiese que hacer acopio de ellas. ¿Qué hay un apocalipsis nuclear? No pasa nada, tenía una fuente con hongos atómicos.
Aquello era la locura. Un afán de coleccionismo que rozaba lo enfermizo y que «me obligaba» a verlas y clasificarlas una y otra vez.
Afortunadamente, durante la carrera tuve una profesora de diseño (Laura, no recuerdo el apellido) que me ayudó, aunque ella no lo sepa nunca, a mitigar esa especie de fiebre. Durante el máster, Paz, por aquél entonces maquetadora de El País Semanal, me enseñó mucho (muchísimo) de diseño gráfico y de maquetación, por lo que me centró en la ya entonces boyante autoedición y limité el uso de fuentes a las mínimas imprescindibles.
De todas las fuentes que tengo instaladas en el ordenador, dudo que use más de diez y casi todas sin remates (Helvetica, Helvetica Neue, Futura, Hero, Avenir o Code PRO), aunque siento cierta predilección por la Chaparral Pro.
Paz y Laura, junto con mi padre y mi abuelo, ayudaron a que desarrollase cierto gusto (quiero creer que bueno) por la caligrafía y la tipografía. Aunque sé que, por diferentes motivos, nunca lo sabrán, quiero agradecerles a todos ellos lo mucho que aprendí con ellos, de tipografía y de todo lo demás.
Precioso artículo 🙂
Gracias 🙂
Que buen articulo, me fijoi mucho en la forma de las letras soy escritor y me apasiona aunque no conozco de este bello arte.
Muchas gracias, Jan.
Realmente yo tampoco sé mucho, pero todos los días trato de aprender algo sobre este mundo inabarcable.