Como ya todo el mundo sabe a estas alturas, ha muerto Juan Antonio Samaranch. En general todo son lamentaciones públicas, ditirambos (como dice @ikaitor) y pésames a la familia. Pero me llamó la atención un comentario leído en Twitter que decía: «Sinceramente, no me apena que muera un fascista».
No digo yo que todo el mundo tenga que adorar al difunto y convertirlo en objeto de homenajes y fastos tan desmesurados como tardíos. Incluso me parecería normal que alguien dijese: «Sinceramente, no me apena que muera un señor de 89 años». Pero por fascista… no lo acabo de ver. Tan fascista como Samaranch era el idolatrado Adolfo Suárez, padre de nuestra democracia, o Íñigo Cavero y Manuel Fraga, padres de la Constitución. Casi todo el mundo que tuvo algo que ver con la política y la economía en la época del franquismo tuvo que ver con Falange.
De las dos vías que había en España para triunfar, la oficial y la subrepticia, Samaranch, al igual que Suárez, eligió la fácil. Eran otros tiempos y la oposición se pagaba con el ostracismo, el exilio o la prisión.
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La madre del cordero. Hay algunos que, vaya…