Cuando era niño, la primavera empezaba con el olor de las mimosas y se pasaba como el planear de un vencejo entre la lluvia.
Debía andar por los ocho años y vivía en un tercero de una casa vieja —escaleras de madera, paredes de piedra—. En el tejado había una claraboya transparente que exprimía la luz que conseguía atravesar aquellas nubes preñadas, amarradas al cielo con maromas de lluvia. Recuerdo subir con mi padre los tramos de aquella escalera —dieciséis escalones, ocho, seis, ocho…—.
Un poco antes de llegar a nuestro piso, se detuvo de repente y me hizo un gesto para que me quedase quieto. Me quedé parado a medio paso, como una estatua. Mi padre avanzó un poco, sigiloso, con las manos colocadas como para recoger una ofrenda. Cuando se giró, entre sus manos había un pájaro pequeño, de color ceniza y ojos pequeños, redondos y negros como un abalorio.
— Es un vencejo. —Me dijo. Cuando extendí la mano para tocarlo, añadió:— Con cuidado. ¿Ves como tiembla? Está asustado.
Con un solo dedo acaricié la minúscula cabeza, que se encogió aún más. Ya había visto otros pájaros en las manos de mi padre o de otros adultos y todos, sin excepción, luchaban por escaparse; así que me sorprendió que el vencejo no hiciese por marcharse volando.
— No puede. —Explicó mi padre— Los vencejos solo pueden volar si saltan desde suficiente altura. Tienen las alas demasiado grandes para despegar desde mis manos o desde un escalón.
Entramos en casa y fuimos directamente a la cocina. Abrimos la ventana. Sacó al vencejo y separó las manos. Por un momento, pensé que iba a caer entre las gallinas de la señora Rosa. Tardó un instante en abrir unas alas el doble de grandes que su cuerpo, en encontrar una corriente de aire y en remontar el vuelo.
Seguí al vencejo con la vista durante un rato. Empezó a caer una lluvia fina, cerré la ventana y volví con mi padre.